Pitu y el poder de la empatía
Pasó en un verano típico. Los tíos de Santiago se iban de vacaciones a la costa y no querían llevar a Piturro, el canario familiar. Se desconocen aún los motivos de su exclusión, pero parece ser que la liberación buscada por ellos era total. Las hermanas Thormis eran muy unidas y habían acordado que Piturro se quedaría en la casa de Santiago. El niño, desbordado de felicidad, saltaba, aplaudía, y bailaba con pasos desalineados. Su madre no tenía manera de amortiguar tanta energía contenida y liberada por este minúsculo ser; y por demás, era incomprensible para ella ver cómo toda la euforia de su hijo convergía en un simple canario, Piturro.
El lugar que el chico había escogido para el ave contaba con gran luminosidad. Era el patio, una especie de pelotero vacío, donde las pelotas imaginarias de Santy (desde ahora en adelante), contenían las ideas del próximo juego derramado en el piso. Cuando Piturro arribó a la casa, el niño se encontraba en otra donde tomaba clases especiales de verano para sus estudios. Al volver, ni la noche, ni la luz artificial, pudieron evitar los flechazos que a primera vista se lanzaron mutuamente a lo largo del estrecho pasillo que ligaba la puerta de entrada con el patio de la casa. Santy dejó caer la mochila al suelo como a quien le importa hacer horas extras en su trabajo y salió corriendo, o más bien, galopando cuan jinete sin caballo rumbo a Pitu (como lo llamaré de aquí en más y para siempre).
Nótese la practicidad de este diálogo entre madre e hijo:
-Bueno, ¡éste es Piturro, hijo!
-¡Sí!
-¿Viste qué lindo es?
-¡Sí! ¿Qué cosas hace?
-A Piturro hay que darle alpiste, agua y cambiarle el papel de periódico.
-¿Y qué más?
-Nada más.
-¡Entonces, no lo quiero!
Era probable que Santy hubiera creído que con Pitu podía interactuar de una forma más directa y, (con permiso del lector), voy a rendir honor a los grandes escritores ingleses citando una palabra en su lengua en todo el texto y en relación al relato. Ergo, Santy creyó bien en el glorioso feedback.
Al día siguiente, su indiferencia hacia Pitu fue escalofriante. Pero en una sutil observación materna, Santy se vio sorprendido al descubrir un detalle que, por sus pasiones lúdicas en el patio, había omitido: Pitu cantaba cada vez que él chiflaba. Y así pasaron los dieciséis días que permanecieron juntos, entre cantos, alabanzas, silbatinas y estrenando óperas trilladas. En las noches, sonaba puro rock. Sin embargo, como todo en la vida, demasiada alegría era imposible. Vinieron los tíos de Santy a buscar a Pitu una tarde de domingo. El lunes, Pitu no despertó.
La publicidad es también la de uno.