Josué Blackwell, el líder de la secta “Hermanos de la Unión ”, tomó la copa en su mano, abrió su boca; bebió la sangre. “La falta de espiritualidad es mundial”, dijo serio. “Les presento al líder suplente”, continuó. Éste, ciego, se la daba de independiente, de ilustre estudiante de la doctrina. Cuando algún devoto le hacía una pregunta medio rebuscada, el ciego respondía con mucha diplomacia aunque con cierto artilugio de defensa. Después, Josué peló un revólver y apuntando al cielo, ejecutó un tiro para darle a dios; matarlo, y lo mató. Así fue que se autoproclamó como el único titular de los cielos y las tierras. Se autodefinió como el técnico perfecto de las almas perdidas.
La secta estaba dividida en grupos, el equipo más fiel a su líder se llamaba “Revancha Estelar”. No obstante, había otros: “El arco del triunfo cósmico”, “El Visitante”, y uno que estaba entre las cejas del jefe, bien lejos de la punta: “Centro Solar”. El equipo delantero también lo miraba con recelo, pues todos querían ganarse la confianza del nuevo dios. La secta, bien organizada, contaba con un área de actividades delimitada en marcador de cal sobre el terreno para cada agrupación. Allí, cada cual, desarrollaba diversos talleres didácticos, funcionales a las intenciones directivas. Por momentos, el complejo espiritual parecía un típico instituto recreativo pero, ciertamente, no lo era. A la mañana, siempre antes de las once, los hombres hacían gimnasia intensa en pos de la salud, claro, sólo física. Los sábados debían nublarse para que la masa en fila practicara un curioso ejercicio al cual llamaban “La Red ”. Consistía en lanzar redes a distancia sobre maniquíes, vaya uno a saber por qué…La oración irrumpía el silencio de los domingos.
Eran tantos los feligreses que las canciones se oían a setecientos metros a la redonda. La primera de todas, compuesta por el pianista estable de la secta, comenzaba con el sonido de un silbato. Afinado en Si, la insistencia de su uso en otros temas, tenía su causa por razones mágicas. Una melodía cantada decía así: “Si mi alma tiene apertura, no conoceré el descenso; si mi alma no se clausura, nunca habrá final”.
De cuando en cuando, como anécdota, Josué recordaba en público la vez en que tres personas del partido comunista, buscaban en vano a un compañero dentro de la congregación. “La política no es el camino”, decía con vehemencia. “Lo sabemos, líder, lo sabemos”, respondían cantando los seguidores acérrimos.
Pero sucedió, que a los seiscientos sesenta y seis días de la asunción divina, el líder participó directo de una revelación que venía en forma de aura, imperceptible para el mundo sectario; tenazmente desgarradora para él. Aquel día, Josué se convirtió en el hombre más serio del planeta, salió de su oficina, megáfono en mano, se paró en la puerta, caminó hacia la esquina de su complejo, miró a la comunidad activa de arriba a abajo; lloró. “Atención, Hermanos de la Unión , en este preciso momento, dios vuelve al cielo”, anunció. Sacó su arma con una rapidez tal que no hubo tiempo para nada más.
No vibró una sola cuerda vocal de aquellas canciones que interpretaban los trescientos treinta y tres miembros de la hermandad. La furia, como era de suponerse, se desató en breve: rompieron las instalaciones, quemaron el local de sahumerios, derribaron cuanto poste se les cruzaba por el camino, arrancaron el volante del micro; ni la valla que imagines, hubiera podido detener ese volcán humano en erupción. De inmediato, llegó la policía con una dotación colosal sin precedentes, cercaron la comunidad en cuestión de segundos y el comisario tomó la palabra con la ofensiva que ameritaba el caso: “¡Hagan silencio, si no quieren ir directo al penal, absoluta reserva, por dios!”
Gracias a todos por leerlas, Alejandro.